13. Educación y castigo

 En esta entrada me gustaría ofrecer una breve reflexión acerca de la función del castigo en la educación como método disciplinario. No obstante, antes de comenzar, me gustaría interpelar a mis lectores sugiriéndoles que pensaran un momento si, en algún punto de la formación que estamos recibiendo en este máster, se ha hablado sin reservas o disimulos sobre el papel del castigo. Y es que tanto disciplina como castigo, parecen términos tabú, que siempre se ocultan bajo fórmulas y eufemismos como, por ejemplo, el refuerzo positivo. Es difícil encontrar estudios y artículos de pedagogía que hablen del castigo o de la disciplina como medios necesarios para el desempeño educativo, de hecho, siempre que se habla de estos temas en este ámbito es para censurarlos. El castigo es malo y no debe ser, en ningún caso, una herramienta a mano de cualquiera para conseguir la disciplina. Esta es la tesis que presentan los censores. Sin embargo, y a pesar de lo molesto o desagradable que pueda resultarnos considerar el castigo como método necesario en la educación, deberíamos preguntarnos si esta última sería posible sin el primero. 

La educación como recurso fundamental para la transmisión de la cultura resulta evidente e incuestionable. Las sociedades sobreviven y se perpetúan gracias a la transmisión y réplica de sus normas, valores, conocimientos y, en general, de sus formas de vida. Uno de los planteamientos más habituales en la filosofía de la educación, nos dice que la cultura actuará como represor de los instintos básicos de la naturaleza humana salvaje. Sin la ayuda de la cultura, el hombre es un salvaje gobernado por sus pulsiones. El castigo y la disciplina, servirán como medios irremplazables para la integración del humano salvaje en la sociedad. Sin embargo, como agentes represores, la disciplina y el castigo serán muchas veces más efectivos a través de su materialización y mecanización por medio del tabú. Se trata de convertirlos en agentes aparentemente neutrales para garantizar su operatividad. Tanto la disciplina como el castigo, deben mostrarse absolutamente incuestionables, del mismo modo que lo hacen sus aliados sanguíneos, los valores y los principios morales. Podrá observarse que el castigo aparece como la contraparte silenciosa del orgullo plástico con que se exhiben los valores. Una vez que la sociedad asume y se apropia de ciertas máximas morales, los medios de control se ajustan convenientemente para reprimir y excluir toda contucta contraria a ellas.

Uno de los valores más propagados y custodiados en nuestra sociedad es el ideal de progreso.  Aquello que contribuye al progreso de la sociedad, es decir, a eternizar este valor, se defiende y protege haciendo uso de los métodos disciplinarios. Lo mismo será decir, que todo actor que perjudique o vaya en contra de sea lo que sea este supuesto progreso, será debidamente sancionado. La educación se muestra en este contexto como el medio de control más útil y menos inocente para conseguir la cohesión y uniformidad de la conciencia social o de grupo. Esta busca acabar con aquellas conductas que atentan contra la supervivencia del conjunto, doblegando al individuo disruptivo. Hasta aquí, podrá apreciarse la conocida fórmula del pacto o contrato social, que dio a luz la filosofía política moderna con pensadores como Thomas Hobbes. Aunque a modo de fábula o alegoría, este tipo de explicación acerca del origen de la sociedad resulta bastante gráfico y pedagógico, valga la redundancia, para aclarar la función de la educación y la transmisión de la cultura, como principales agentes represores de la conducta salvaje. 

Me gustaría cerrar esta reflexión con dos cuestiones abiertas. Por una parte, ¿es necesario el castigo como mecanismo del proceso educativo? En caso de respuesta afirmativa, ¿qué efectos prácticos y sociales podría tener hacer explícito el tabú del concepto de castigo en la educación?

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